Viernes creativo: escribe una historia

 

Antes de que se convirtiera en un director de cine famoso, Stanley Kubrick  trabajó como fotógrafo para diversas revistas de Nueva York. Aquí tienes una de sus instantáneas.

¿Hacemos una película al revés? El director ya nos ha entregado la imagen, escribamos ahora el guión.

@Stanley Kubrick

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17 pensamientos en “Viernes creativo: escribe una historia

  1. LA MOTOSIERRA

    Perfecta, me ha dicho que soy, y que así me quería: los pechos de Scarlett Johansson, el culo de Sofía Vergara, el cabello de Jane Seymour, los labios de Angelina Jolie, las piernas de Sharon Stone… Ahora me toca a mí. “Antonio, ¿puedes venir para una cosita?”

    *L*

  2. Montaje

    Todas las mañanas tengo que montar cada parte de mí, sin instrucciones. A veces no puedo y eres tú quien debe hacerlo. Es entonces cuando mezclas las piezas sin ton ni son: los brazos que pertenecieron a otros brazos aquel día de Mayo por las angostas calles del barrio más romántico de Roma. Las manos que sostuvieron otras manos en aquel pequeño café de Milán. Las piernas que me llevaron por todos los rincones de Londres, detrás de otras piernas que no eran las tuyas…

    Me miras, como si fuera tu mejor obra pero yo no me siento yo, me siento perdida en otras vidas. Mal compuesta. Como si ya no perteneciera a ningún lugar o tiempo. No me reconozco, ni allí, ni aquí contigo. Entonces, te acercas, me abrazas, coges las piezas mal ensambladas y les das sentido…

  3. Se propuso recomponer una figura desguazada. Le insertó un corazón para que pudiera comprender la extensa variedad de pálpitos, y así encontrará razones y locuras, tras vestirse con sentidos. -Lo que menos importaba era disponer de brazos o de piernas; no dependía la mejor de las sonrisas de tales miembros-.
    Se propuso. Llevo a término y le tomó las constantes. ¡Vivía!.
    Se propuso. Él no nació para ser relojero.

  4. ESCAPARATE

    Su timidez le impedía acercarse a las mujeres, tan solo las miraba tras el cristal del escaparate de los grandes almacenes en los que ejercía su trabajo.

    Las veía pasar mostrando indiferencia, ninguna reparaba en él.

    En el interior de su corazón fue acumulando amargura y rabia hacia las mujeres, que solo conseguía calmar cuando acariciaba a los maniquíes desnudos.

    Ahora ha descubierto lo mucho que le gusta el tacto y el olor de su piel de plástico, acariciar su pelo y trocear su cuerpo.

    Tenerlas a sus pies le produce un profundo placer…

    @1961_pilar

  5. VISOS DE MANIQUÍ A GOLPE DE BISTURÍ

    Cada vez que un hombre deja de amarla alivia su autoestima haciéndose un arreglo.
    Con el divorcio se estiró el rostro. Su sonrisa dejó de serlo para transformarse en una mueca de horror.
    Cuando la dejó su amante sus pechos ganaron dos tallas. Olvidaron su natural balanceo y se convirtieron en dos inquilinos arrogantes.
    Luego vinieron las liposucciones, los injertos, el ácido hialurónico, el bótox. Regalos de consolación para sus nalgas, su cabello, sus labios y su escote.
    Ahora que ha dejado de amarse a sí misma ha cambiado sus ojos por unos de resina de color violeta, mucho más sofisticados. Así, por otra parte, nunca más tendrá que ver en su espejo el monstruo en el que se ha convertido.
    Luego se ha desmembrado para no volver a recomponerse.

  6. EL FETICHISTA

    Lo que más le gustaba era montar los escaparates de las tiendas de lencería. Disfrutaba colocando medias y zapatos de tacón a los maniquíes. Mientras lo hacía, aprovechaba y miraba de reojo a las clientas entrar y salir de los probadores.

  7. Femicida

    Ahora, cuando miro esta foto tomada tiempo atrás, me doy cuenta de que lo tenía planeado. Está agazapado y hay un maniquí femenino desmembrado junto a él. A ambos lados otros similares, que lucen piernas sugerentes con medias y portaligas.
    Está claro que él tenía una fascinación por lo femenino, algo marcadamente fetichista. Su mirada en la foto es la de un hombre perverso. No parece apreciar al bello sexo en un todo, sino por partes.
    El maniquí desmembrado logra incomodarme. Conociendo el final de la historia, es imposible no considerarlo perturbador.

  8. El inocente juego

    Aborrezco la simetría, las formas ordenadas, los límites bien definidos, esperables. Adoro, en cambio, las sorpresas, el vacío donde debería haber algo, el miembro imperfecto, el órgano deprimido, la silueta que rechazan los espejos.
    Desde el estúpido mostrador que da a la calle, veo pasar todos esos cuerpos homogéneos, sus andares coordinados, la asquerosa buena presencia de la gente. Y me entran ganas de vomitar.
    Cuando me pasan las arcadas, me refugio en la trastienda a observar los maniquíes perfectos. Dedico un tiempo a decirles a la cara que me disgustan sus facciones, que detesto sus proporciones canónicas. Después, juego a destruir toda esa armonía, a romper el orden establecido. Y me gusta.
    Pero se trata solo de un juego. Sí, un simple e inocente juego.

  9. DELIRIOS DE EXISTENCIA

    La fragilidad contenida en cada miembro de su cuerpo era un imán para su libido. Cada día acariciaba la porcelana de sus muslos, el alabastro de sus pechos y la cerámica de sus glúteos con suma delicadeza. Desmontaba cada pieza y besaba centímetro a centímetro su inerte existencia. Su mutismo le excitaba y la rigidez que mostraba le hacía desearla hasta un enfermizo delirio. Iba deslizando sus dedos por cada poro del maniquí hasta quedar exhausto de aliento.
    Luego ajustaba y articulaba cada pieza de su rompecabezas hasta crear la figura completa. La vestía de ropajes y la maquillaba con saliva y aceites.
    Un rubor de carne parecía estremecer su mejillas. Solo esa fría mirada le hacia volver a la realidad y ubicarla en el escaparate. Siempre regresaba a su casa con la cabeza baja, el corazón en un puño y el estomago revoloteando de imaginarias mariposas.

  10. EL ESCAPARATISTA
    Julián trabajaba desde hacía unos años de escaparatista de unos grandes almacenes, todas las semanas cambiaba el escaparate de los mismos, y allí Julián entre cabezas, brazos, torsos y cabezas, montaba y vestía uno a uno los maniquíes que luego pondría en el escaparate, con gran habilidad les colocaba sus medias de cristal con costura, mirando que llevase la costura recta, con su conjunto de chaqueta y jersey rojo y fada de tubo negra bien planchado y ajustado al cuerpo, que este año estaba tan de moda.
    Le encantaba su trabajo y lo hacía con una gran perfección y veneración, una vez termino de vestir a todas les puso sus pelucas negras, las coloco armoniosamente unas de pie, otras sentadas, lo único que resultaba diferente, es que siempre ponía un maniquí con una peluca rubia totalmente lisa y unos enormes ojos azules, aquel maniquí era lo más parecido a una mujer de carne y hueso y que tanto le recordaba a esa mujer que tanto amo y que un día le perteneció.
    Yolanda Jiménez

  11. CACHITOS

    De Marieta me gusta todo, desde el dedito gordo del pie hasta ese rizo moreno y rebelde que le cae sobre la frente. A Marieta me la comía en cachitos: sus pechos deliciosos, su cintura estrecha, sus orejas pequeñitas y esas pestañas largas, batientes, de mariposa en verano. Adoro todas sus fracciones, mi Marieta, tan bonita, que me la estrujo, que me la troceo, que me la descoloco y me dice «¡Chiflado!! con la naricilla en la espalda o el botón del ombligo bajo el divino hueco de su axila. Estás linda partida, le contesto, porque todas tus partes son lindas. Y siempre, cuando me voy, me llevo algo de Marieta: uno ojo, una mano, esa boquita rosa de terrón de azúcar. Conmigo. Para que me eche de menos. Porque no quiero verla entera sin mí. También porque sé que, mutilada, jamás se escaparía de casa mi Marieta.

    Y así pasan los años: el mundo se moderniza, nuestros niños crecen, la ciudad progresa, Marieta sigue estando preciosa e incompleta, sus fragmentos dispersos los llevo en el bolsillo, ese ojo que llora, esa mano que aprieta, esa boca que grita, que no deja de gritar.

  12. El señor Alcaparrosa
    Desde que tengo memoria siempre quise ser maniquí. Estoy tentada a decir que incluso cuando sólo era poliuretano líquido deseaba convertirme en maniquí. Recién salida del molde, me imaginaba ya vestida de temporada en un escaparate, observada por cientos de mujeres que envidiaban la ropa que llevaba. Cuando mi fabricante me metió en una caja, recé para que pusiera en la dirección alguna de las tiendas de la calle Preciados, el paraíso de los maniquíes. Aún recuerdo el día en que el señor Alcaparrosa me desembaló. Pensé entonces que sería el encargado de unos grandes almacenes, de una boutique. ¡Qué equivocada estaba! Me llevó a una habitación vacía y me dejó allí. A veces, entraba y se quedaba contemplándome durante un largo rato. Admito que tuve un poco de miedo. ¿Cuáles eran sus intenciones? Un día vino con una bolsa. De ella sacó unas braguitas, un sostén y unas medias, que me puso con sumo cuidado. Entonces adiviné que el señor Alcaparrosa sólo quería protegerme, alejarme de esas miradas lascivas que algunos pervertidos lanzan a los maniquíes de los escaparates.

  13. Supersticiones

    De todos los regalos que podía hacerme tuvo que traer aquel espejo en el que todo lo que se reflejara se rompería durante siete años. Por eso lo traía envuelto en papel de estraza, por eso, también, salió de la habitación mientras yo me caía a trozos delante de un reflejo que se reía como una bruja herida. Después me recolocó como quiso y yo le repito desde esta silla en la que tuve que sentarme: que no muevo bien los brazos, que no veo igual que antes, que me tropiezo con todo, que, por favor, tape de una vez el maldito cristal.

  14. El amante discreto

    Cuando entró a trabajar en el almacén se sintió como un niño en la mañana de navidad. Un frío intenso le recorrió la espalda al ver todos esos maniquís tirados en el suelo, desmembrados como si no tuvieran ningún valor. El capataz le ordenó arreglar ese desastre. Stanley era un artista y no podía aceptar ver a esos seres desplazados a una sala polvorienta y olvidada. Estaba totalmente en desacuerdo con la opinión general, el público observaba a esos hermosos armazones como si fueran perchas con cuerpo humano. Con sumo cuidado limpió cada parte que conformaban esas figuras jóvenes y bellas. Los cubrió con ropas elegantes, creando vestidos de encaje, abrigos de piel y guantes de seda. Santley se llevó a los labios cada miembro al que dio vida. Besó cada cuerpo plastificado que le rodeaba. Sintiéndose pleno, feliz, rodeado de sus nuevos amigos sin habla.

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