Viernes creativo: escribe una historia

Es en vacaciones cuando tenemos tiempo para pensar en cambiar de vida. ¿Qué historias te sugiere esta ilustración de Rosa Fuster Serquera «Volver a empezar»?
La imagen nos la hace llegar Toni Mascarell, ¡gracias!

Rosa Fuster Serquera

Volver a empezar, Rosa Fuster Serquera

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16 pensamientos en “Viernes creativo: escribe una historia

  1. RECUPERACIONES DE VERANO

    Ella perdió la cabeza por él, y es que debajo de aquel uniforme se escondían la pasión y las ansias de sentirse mujer.
    Las visitas a su despacho eran más que para dudas y clases particulares, aunque particulares sí que eran las visitas.
    Tan locamente enamorada estaba, que cuando se enteró que sería el responsable de los cursos de verano de recuperación, ella suspendió algunas asignaturas con tal de permanecer a su lado y seguir respirando su mirada.
    Les esperaba, a los dos, un largo y tórrido verano.
    Y es que ella perdió algo más que la cabeza con él.

    Javier Puchades

    • Me gustó la idea de la colegiala enamorada y, bueno, perder la cabeza por amor es algo que le va muy bien a la pintura. Supiste resolver la cuestión del pie con la frase «perdió algo más que la cabeza». Curiosamente es el pie derecho el que se desdibuja.

  2. EVASIÓN

    Despertó sin saber muy bien donde estaba, aturdida por el calor. Entre bostezos recordó que el curso había terminado. Por fin llegaron las deseadas vacaciones.

    El instituto acabó. Atrás quedaron su horrible uniforme y las rígidas normas. Nunca más tendría que llevar esa ridícula falda con calcetines y el odiado polo, los zapatos planos y la ausencia de maquillaje.

    En la universidad gozaría de la libertad con la que tanto soñaba. Nadie le diría como vestir ni qué hacer.

    Hasta ahora habían controlado su cuerpo, pero nunca su mente ni su imaginación.

  3. FRASES

    Esta es de esa clase de mujeres de carácter y método. Como es una alta ejecutiva, hay una frase que le gusta por encima de todas: “Que no me pasen las llamadas”. Se la dice todas las mañanas a su secretaria según entra por la puerta. Luego se encierra en su despacho y allí permanece durante horas practicando el Jyutsu Jin, una técnica china (milenaria, por supuesto) de relajación que consiste en ir desmembrándose el cuerpo para luego volver a componerlo, así durante horas. En mitad de ese proceso, suele descolgar el teléfono y pronunciar la segunda de sus frases favoritas: “¿Cómo ha abierto la bolsa de Londres?”. No es que le importe demasiado cómo ha abierto la bolsa de Londres, pero le fascina esa frase. Después, al terminar su jornada laboral sale a la calle, para un taxi y, sin subirse, le indica la dirección de su casa. Inmediatamente para un segundo taxi, se sube y le dice al taxista la tercera de sus frases favoritas: “Siga a ese taxi”. Como se ha dicho, es una mujer de carácter y método, de esas con la cabeza muy bien amueblada.

  4. Estaba harta de los intentos, siempre terminaban en fracasos. Primero, la escuela pública. Yo perdida entre cincuenta estudiantes más sin atención alguna. Después, el sistema abierto. Yo estudiando por mi cuenta y presentando exámenes… ¡Eso es para gente disciplinada! Luego, la escuela privada y cara. Yo con el peso de gastar los ahorros de la familia. No podía concentrarme. Y, al final, encontrar la pintura de la abuela y hacer el pacto. No hay que reemplazar gran cosa. Yo tengo un pie más corto por la polio y los rasgos de mi abuelo.

  5. Borré tu rostro de todos los lugares que me fueron posibles, de todos los cuadros que te pinté y aún te pintaba pensando que así no me dolería tu presencia, que difusa tu imagen a fuerza de emborronarla se iría desprendiendo de mí, pero me engañaba a mí mismo, no podré borrarte nunca pues aunque allí ya nadie lo viese ni mis ojos lo atestiguaran, yo te seguiré viendo completando la imagen, es imposible borrar lo tan amada y tan odiada a la vez, tendría que cortar mi cabeza y no la tuya para extirpar tu imagen definitivamente de mí, para eclipsar tu rostro y el recuerdo doloroso de la ausencia decidida sólo por ti.

  6. Ella no tenía la culpa. Elena era una compañera díscola, la más rebelde de toda la historia del colegio. Se había propasado con ella demasiadas veces. Por eso la atacó en lo que más quería: su preciosa cabellera negra. Primero la emborrachó y drogó. Lo demás, fue muy fácil: unas grandes tijeras… Y Elena con aspecto de superviviente de un campo de exterminio… Ahora Blanca intenta solucionar la situación y hacer una reflexión profunda de porqué lo hizo. La conclusión: ella no tenía la culpa.

  7. ASERTIVIDAD

    Era como las tortugas que frente a un peligro meten la cabeza en su caparazón, o como los avestruces que la esconden bajo la tierra. Ante un problema en el trabajo su madre le decía: «échale cara, hija». Por más que lo intentara era incapaz de dar la cara, tal eran su timidez y su inseguridad.
    Le aconsejaron seguir una terapia para aumentar su autoestima. Tan bien le fue que su conducta pasiva se transformó en agresiva. En los pasillos de la oficina la gente murmuraba: «qué rostro tiene, la tía».

  8. La moda

    Amanda Taylor. Modelo de grandes desfiles. Morena, ojos verdes, 1,77 metros de altura. 86-64-89 de medidas. 60 kilos y 28 años. La protagonista de los sueños más prohibidos entre los lectores de Passion Girls y Woman Secret entre otras revistas masculinas, aunque algo mayor para las agencias de publicidad. Ya no desfila en el primer turno de las semanas de la moda ni los fotógrafos la ciegan con sus cámaras y, desde la campaña inverno-primavera del año pasado, los diseñadores ya no la seleccionan para las portadas de sus catálogos. Se está convirtiendo en una chica mona más, predestinada a perderse en el anonimato, a caer en los barbitúricos. Quizás, por ese motivo, hoy en la pasarela de París, se ha detenido en el centro del escenario y, ante el auditorio repleto, se ha despojado de su cabeza para pasear con ella como si fuese un bolso. A nadie le ha impresionado.

  9. Noche de leyenda

    Por fin había llegado el día. Durante semanas la prensa había anunciado a bombo y platillo el acontecimiento y en el ambiente flotaba una sensación extraña, mezcla de ilusión y nerviosismo. La sala estaba repleta. Hacía días que no quedaba un solo asiento libre y la expectación era máxima. Todos los presentes se sabían testigos afortunados de un momento único e irrepetible. Espectadores ansiosos por conocer los secretos que el mago más famoso de todos los tiempos había prometido desvelar precisamente sobre aquel escenario en la que probablemente, él mismo había dicho, sería la última función de su carrera.
    El telón se alzó al fin y el espectáculo comenzó. Los números se sucedían uno tras otro arrancando el aplauso encendido de un público entregado que levantó unánimemente las manos cuando el artista reclamó un voluntario para colaborar en su siguiente actuación. Una joven rubia y sonriente fue la elegida. Subió decidida al escenario y entre bromas y risas el mago la colocó frente a una diana diminuta preparándose para lanzar sobre ella el primero de los cinco sables que habrían de atravesarla, en medio de un silencio absoluto de respiraciones contenidas. Un instante después un grito inesperado, triste y brutal rompió en mil pedazos la magia de la noche. Las luces se apagaron, el telón cayó de golpe y el ilusionista se volatilizó en el aire dejando tras de sí cientos de expresiones atónitas, incapaces de interpretar si lo allí sucedido fue sueño o realidad.

  10. El color del carbón
    Todavía recuerdo a mi padre subir de la mina. Aquel camino abrupto, lleno de lazadas que iban y venían hasta morir en la casa. La más alta, la más alejada, la más sombría de una aldea creada de sombras. La mayor parte de sus compañeros de turno gastaban parte de la paga en la cantina de al lado del río, donde el molino. Allí se emborrachaban para luego, casi de madrugada, volver al redil y quedarse dormidos sobre los cuerpos abúlicos de sus mujeres. Él no. Allí vivíamos al día, porque al día siguiente podíamos haber muerto. Él, cada anochecer, me daba lo justo para los gastos del día siguiente y lo demás lo ahorraba para, los sábados en el mercado del condado, comprar pinceles y lienzos, moletas y espátulas, aceites y pigmentos. Verde de Paris, bermellón, rojo veneciano, amarillo de cadmio, azul egipcio, alizarina, cochinilla, púrpura de Tiro. No sé para qué tantos, si al final todo, en aquellas tierras, quedaba teñido de gris. Un gris opresor que velaba desde el prado hasta el cielo, desde los torrentes hasta los pájaros. Como grises se volvían sus telas: reiterativas, enfermizas, fastidiosas, excesivas. Un mes después de irse ella, salió de su letargo. «Ahora tú ocuparas su lugar», me dijo, y llevó todas mis cosas al arcón que compartían, al lado del catre sobre el que habían dormido juntos tanto tiempo, sobre el que un día me engendraron, sobre el que me habían traído a este mundo un día no muy preciso de una mañana, también gris, de invierno, hacía quince años. Nada más verle asomar lo preparaba todo. Calentaba el agua para que pudiera lavarse, preparaba su blusón de pintar, su paleta de mezcla, sus colores, y me volvía a poner aquella ropa de otro tiempo, cenicienta, marchita, con la que él quería recordarla. Cuando entraba ya me encontraba posando. Siempre. En la misma postura abandonada que me había enseñado. Al llegar se lavaba con pulcritud, se ponía ropa limpia y se calzaba aquel blusón azul que se había hecho traer de París. Mezclaba y mezclaba y, por más colores que utilizara, solo conseguía ir del perla al marengo, del azulado al francés. Nunca fue capaz, a pesar del parecido que decía que teníamos, de volver a recordar su cara, pintar sus ojos, perfilar sus labios, matizar su pelo. Impotente, me mandaba desnudarme e insistía en que me acostara. Luego, también desnudo, se echaba sobre mí y lloraba lágrimas de carbón, cada noche, cada año, hasta convertirme, un día, en esta mancha imprecisa que todo lo difumina.

  11. SEMPITERNA MUSA

    Aunque se encuentre en estiaje, el caudal de tu fuente de inspiración, y tu oleaje no llegue a alcanzar las dunas, de mis mares de dudas.
    Aunque desfiles, como una acéfala modelo, por delante de mí; mientras yo, intentando hacerte cautiva de mi letargo, inútilmente: pendo una argolla de perlas en tu cuello, que, al caer tantas veces, cierra por vacaciones sin previo aviso, aburrida como una ostra.
    Aunque, a veces, la guía de tus pasos se difuminen, mientras observo en los estrechos callejones de los sinsabores de la vida y rebusco en mi corazón: se desdibujan tus tiempos de esplendor, sin la menor trascendencia, y se abruman tus vivos colores, perdiendo la gradación; y otras, sin embargo, tratando de endulzarme la existencia como lo hace el estro, me traigas tu bollería recién horneada de sempiterna musa.

  12. RENGLONES TORCIDOS

    Se agobió ya en la primera semana. Tras muchos días de incertidumbre por ese destino en su nuevo colegio; serio, uniformado, con escaleras que debían subir y bajar por el lado correcto. Con el banco de las amonestaciones y el de tomar el sol en el recreo. Con sus jardineras, sus columpios y sus zonas de miradas prohibidas (donde fumar con el humo escondido entre las faldas) Un paisaje que te hacía sentir en un Paraíso de paredes bosquejadas de sonrisas.
    No pudo con ello. Los pliegues del uniforme se arrugaban al contacto de su crispada piel y la blusa se abría más de lo conveniente ante el empuje de su pecho de mujer.

    Perdió la cabeza y se la arrancó sin mediar palabra en medio del patio. No hubo sangre ni gritos. Todo quedó helado, en una estampa gris sostenida por la indiferencia y el menosprecio.
    Ella se fue desvaneciendo, como esos renglones torcidos que no encuentran la línea recta marcada por una sociedad encorsetada. Prefería ser una calada de vida que perderse entre el eterno eco de unas aburridas e incoherentes normas.

  13. Y así te borro

    Mordí tu nombre, me lo tragué en mitad de la tercera declinación de latín, el jueves a primera hora. Lo partí y saboreé sus ocho letras. Al terminar, en el pasillo, te reíste de mí, me dijiste que solo yo te llamaba así. De eso se trataba, de que nadie más te volviera a nombrar como podía hacerlo yo. Pero daba igual, aunque hablabas no te veía. Ya no existías.

  14. Cogió las tijeras, recortó de la foto de su boda su cabeza. Cogió el recortable, perfiló el cuerpo de mujer. Apenas veía bien, las gafas bifocales lo estaban matando. Cogió el pegamento y fijó su cabeza al cuerpo de la muñeca. Después de vacaciones, se dijo. Desnudo, frente al espejo, cogió las tijeras.

  15. ACÉFALA
    Estar casado con una mujer sin cabeza tiene sus ventajas. No gasta nada en peluquería. No pasa horas y horas en el cuarto de baño pintándose los labios o perfilándose los ojos. No tengo que soportar que me cuente chismes de sus amigas. Por las noches puedo disponer de la almohada a mi gusto. En fin, hay muchas ventajas en tener una mujer acéfala. Sin embargo, de vez en cuando echo de menos que me dé un beso. (¡Por Dios, necesito que me besen!)
    Espero que algún día consigamos recuperar su cabeza. Me pregunto dónde la habrá dejado.

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