Viernes creativo: escribe una historia

Hay llamadas que nunca llegan o que no eres capaz de hacer; o quizás cuelgas el teléfono y se te queda comunicando la vida. ¿Qué le habrá ocurrido a este personaje de la fotografía de Kenji Kawamoto?

Kenji Kawamoto cabina

Kenji Kawamoto

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20 pensamientos en “Viernes creativo: escribe una historia

  1. Sucedió aquel lluvioso y triste otoño de 1983. Te estaba esperando en casa, pero no venías. Era extraño puesto que la puntualidad era la mejor de tus virtudes. No sabía qué hacer. Me vestí y salí a llamarte, a la cabina de la esquina. Mis piernas temblaban y la fina lluvia no hacía más que incrementar mi desazón.
    -Buenas noches, madre, disculpe que le llame. No he tenido más remedio que marcar este teléfono. Creo que él se lo ha ocultado, pero mi padre viene a verme cada quince días y hoy no lo ha hecho.
    -José, ¿eres tú? ¡Hijo mío! No puedo dar crédito a lo que oigo… ¿seguro que eres tú? Tu padre ha tenido un accidente de coche y falleció el pasado día 10. Lo siento mucho. Quizás sea el momento de vernos, tú y yo, y aclarar muchas cosas…
    -¿No será una de sus mentiras? La conozco muy bien. Quiso destrozar nuestras vidas y ahora estoy seguro de que se sentirá aliviada. Me parece ver su sonrisa cínica, tras la línea.
    -Hijo, las personas cambian con los años. Reconozco que no fui buena, ni contigo, ni con tu padre. Pero te pido una segunda oportunidad. Vuelve a llamar, cuando estés más tranquilo, por favor. Tenemos mucho que contarnos, mucho tiempo perdido que debemos recuperar.
    -Yo no quiero saber nada de su vida. Volveré a llamar para que me diga dónde está enterrado mi padre. Ahora voy a colgar.
    -¡José , José! No me dejes así. Nos necesitamos más que nunca… (ha colgado).

  2. ¿Quién me mandaría venir a este barrio, en pleno otoño y con este frío? Si ella no me hubiera abandonado largándose con Aiko no tendría necesidad de hacerlo. Pero todos precisamos algo de compañía cuando llega el fin de semana. Si se entera mi madre de que Ayako me ha dejado por otra chica no quiero ni pensar lo que diría. Seguramente me echaría la culpa y de casa llamándome inútil. Y aquí estoy, después de pensarlo toda la semana. ¿Por qué no probar yo, también?, me decía, mientras buscaba direcciones, en internet, de clubs de ambiente. Nada más verme entrar, el hijo de nuestra criada que bailaba semidesnudo sobre una mesa le pidió al portero que me echara a patadas tras obligarme a entregarles el paraguas, el reloj, la cartera y el abrigo de Yohji Yamamoto. Todo esto mientras recibía sus amenazas de contárselo a mamá. ¿Qué voy a hacer cuando amanezca?

  3. No podía aceptar lo que le acababan de decir a través del teléfono.
    Sabía que se encontraba indispuesto desde hacía unos días, pero ¿ tan mal estaba como para fallecer esa misma mañana?
    No podía aceptarlo, su padre no, él no. No podía ser, él que siempre había sido un portento de la naturaleza, siempre fuerte, vigoroso y lleno de energía.
    Pero, ¿ cómo iban a darle una noticia así sin que fuera cierta?
    Debía reponerse para acudir al hospital y tomar él la iniciativa. Debía ser él, quién se ocupase de todos los trámites y el que a partir de ese momento se transformara en el apoyo de su sufriente madre.

  4. Juicios

    Cualquiera que pasara por su lado en aquella noche lluviosa de Marzo, seguramente hubiese pensado dos cosas: qué esperaba una llamada importante, que nunca se produjo. O que se resguardaba de la fría lluvia, carente de otro espacio mejor. Nadie se atrevió a preguntárselo, era más sencillo especular. Crear un pensamiento basado en una suposición, en los pocos segundos que la vista captaba la imagen de aquel hombre, sentado dentro de la cabina, con la cabeza resguardada al calor de sus brazos. Reposando, en un gesto común que consideramos de abatimiento o angustia. Nadie fue capaz de sacar un pensamiento positivo al observar la escena. Nadie se acercó a constatar los pensamientos negativos y ofrecer algo de ayuda.

    Dan, que así se llamaba, el peculiar protagonista de nuestra historia. Acudió a la cabina para realizar una llamada de teléfono, no para recibirla. «Llámame, tengo algo urgente que contarte» fueron las últimas letras que pudo leer en su teléfono móvil antes de que éste se apagara, falto de batería. La suerte quiso que el teléfono al que debía llamar permaneciera memorizado en su mente inquieta, que disfrutaba almacenando toda clase de combinaciones numéricas. Imposible no haber memorizado el teléfono del único editor que creyó en su hilarante manuscrito.

    Dan, se dejó caer preso de la emoción, al escuchar las palabras del editor al otro lado de la línea telefónica: «Dan, lo tenemos. Te he conseguido un contrato editorial. Mañana quedamos y te doy los detalles» Poco le importaban los detalles, repasó mentalmente los años de sacrificio, documentación, ilusiones frustradas.
    Con la cabeza agachada, Dan lloraba, pero de pura felicidad…

  5. Juicios

    Cualquiera que pasara por su lado en aquella noche lluviosa de Marzo, seguramente hubiese pensado dos cosas: qué esperaba una llamada importante, que nunca se produjo. O que se resguardaba de la fría lluvia, carente de otro espacio mejor. Nadie se atrevió a preguntárselo, era más sencillo especular. Crear un pensamiento basado en una suposición, en los pocos segundos que la vista captaba la imagen de aquel hombre, sentado dentro de la cabina, con la cabeza resguardada al calor de sus brazos. Reposando, en un gesto común que consideramos de abatimiento o angustia. Nadie fue capaz de sacar un pensamiento positivo al observar la escena. Nadie se acercó a constatar los pensamientos negativos y ofrecer algo de ayuda.

    Dan, que así se llamaba, el peculiar protagonista de nuestra historia. Acudió a la cabina para realizar una llamada de teléfono, no para recibirla. «Llámame, tengo algo urgente que contarte» fueron las últimas letras que pudo leer en su teléfono móvil antes de que éste se apagara, falto de batería. La suerte quiso que el teléfono al que debía llamar permaneciera memorizado en su mente inquieta, que disfrutaba almacenando toda clase de combinaciones numéricas. Imposible no haber memorizado el teléfono del único editor que creyó en su hilarante manuscrito.

    Dan, se dejó caer preso de la emoción, al escuchar las palabras del editor al otro lado de la línea telefónica: «Dan, lo tenemos. Te he conseguido un contrato editorial. Mañana quedamos y te doy los detalles» Poco le importaban los detalles, repasó mentalmente los años de sacrificio, documentación, ilusiones frustradas.

    Con la cabeza agachada, Dan lloraba, pero de pura felicidad…

  6. REFUGIO

    Rodeado de lluvia con el otoño bajo sus pies. Acorralado por sus demonios que le devoran por dentro, busca un refugio, una salida para seguir viviendo.

    Abrazado a sus piernas esperará que pase la tormenta entre sus paredes de cristal.

    Siempre le quedará esa última llamada, una esperanza.

  7. In fraganti

    Era otoño. Anochecía. Regresaba dejando huellas cansinas en los adoquines de nuestra calle. Tras la llamada, la lluvia se precipitó sin previo aviso. Enteló los cristales de la cabina, como las lágrimas mis ojos.
    Una corazonada antes de subir acabó en el preludio de un adiós.
    Tenías que haber descolgado tú.

  8. OPCIONES

    Ante la presencia de una cabina telefónica solo caben dos opciones, ambas de vital importancia, a saber: entrar o no entrar. Si decides no entrar, mejor no seguir leyendo…
    Si ya estás dentro, de nuevo las opciones se dividen en dos: llamar o no llamar. La ventaja de no llamar es que te aseguras de que la compañía telefónica de turno no se va a quedar con las vueltas del dinero que no has utilizado, cosa que sucede indefectiblemente. Si optas por llamar, de nuevo se nos presentan otro par de opciones: llamar a la persona adecuada o llamar a la persona inadecuada. El tipo de la foto (no hay más que ver esa postura tan desesperante) ha llamado a la persona inadecuada. Y encima, la cabina se ha quedado con el cambio ¡¡Pues no haber entrado, joder!! Creo haber dicho al principio que las dos primeras opciones eran de vital importancia…

  9. La Voz, por Luciano Doti

    Ese teléfono celular lo había encontrado una tarde, durante el ocaso, el momento en que la noche comienza a torear al día hasta imponerse. A él le encantaba caminar por el parque en ese horario, eligiendo siempre las zonas más apartadas; era un solitario incurable. El celular estaba ahí, tirado en el piso, junto a un árbol. Pensó que el que lo había perdido seguramente estuvo sentado y no se percató cuando cayó de su bolsillo. Al recogerlo miró hacia todos lados, como hace la mayoría de las personas con escrúpulos que están dispuestas a llevarse algo ajeno. O sea, si el dueño está cerca se devuelve, si nadie lo reclama, no, e interiormente se desea que no esté cerca para reclamarlo. Por suerte para él, nadie reclamó; de hecho, no había nadie lo suficientemente cerca para notar que él se estaba llevando un celular recogido del piso.
    Ya en camino a su casa, sonó el celular. Raro, porque creía haberlo dejado apagado. O bien no lo había apagado o sin querer se encendió, ¿qué otra cosa podía ser? Una voz sensual de mujer comenzó a hablarle, utilizando su nombre como vocativo. Quiso preguntar de dónde lo conocía, cómo era que sabía su nombre, pero embelesado se limitó a escuchar y seguir las indicaciones de esa voz que lo doblegaba hasta convertirlo en una marioneta carente de voluntad.
    Los días posteriores se dedicó a obedecer una por una esas indicaciones. Lo cual no le resultaba molesto, dado que lo inducían a progresar en la vida. Él trabajaba en ventas, y La Voz le ayudaba a seleccionar los clientes que comprarían sus productos, además de adiestrarlo sobre cómo lograr un discurso más persuasivo. Así transcurrieron meses, en los que casi todo el tiempo que no estaba vendiendo o durmiendo, estaba oyendo los dictados de La Voz. Se apartó de su familia y amigos, y tampoco iba a beber y conocer mujeres en los bares. Su existencia estaba consagrada a La Voz.
    Un día, en un rapto de lucidez, evaluó que ya había ganado suficiente dinero y que de ahí en más podría continuar por las suyas, como antes, sin La Voz. Estaba instalado en un lujoso piso del mejor barrio de la ciudad, tenía inversiones que le proporcionaban dividendos sin trabajar y comenzaba a extrañar a sus seres queridos y el contacto con mujeres que no fueran sólo una voz sensual. Llevó el celular al mismo sitio donde lo había encontrado y lo abandonó.
    La jornada siguiente, tuvo los mismos síntomas que un adicto experimenta con el síndrome de abstinencia. Pasó todo el día con taquicardias, temblores y un sudor frio humedeciéndole la frente. Al atardecer, no aguantó más y fue en busca del teléfono. Estacionó el auto y caminó hasta ese árbol apartado, los últimos metros los hizo corriendo.
    El celular ya no estaba. Recordó que una vez se le había ocurrido anotar el número desde el cual provenían las llamadas de La Voz, lo tenía en la guantera del auto. Corrió hasta el vehículo en busca del trozo de papel que contenía ese número mágico, y siguió corriendo hasta una cabina de teléfono público. Marcó cada dígito con desesperación, hasta que del otro lado de la línea una voz menos sensual e impersonal que la que buscaba dijo: “número fuera de servicio”. Para entonces, había comenzado a llover.

  10. La caja de los hombres tristes

    Fue en esa cabina donde lloró por primera vez un hombre. Así, de pronto, le vinieron todas las nostalgias a la garganta y le salió un llanto desesperado. Él, que solo quería llamar a su mujer y decirle que iba para casa, que si compraba arroz en la tienda del señor Ishida o ya había pasado ella por el mercado. Después fue el hombre de traje que tenía una lista larga de números de compañías de seguros, y cada vez que marcaba uno le llegaba una bocanada de tristeza, tenía que dejar el cable colgando y escuchar el pi pi pi mientras sollozaba. Se fue poniendo de moda, lo que empezó por casualidad se convirtió en un recurso más del sistema trágico de la ciudad y ahora no hay más que ver esa cola de hombres que llega hasta la esquina con la manzana cinco del barrio de Katsushika. Los pobres, claro, tienen que venir de noche, los días de lluvia, cuando ya no queda nadie para llorar.

  11. La última borrachera estuvo brava. Como para olvidarse que aquella estaba ahora con… Noooo, no hay que hacer fuerza para recordarlo. Mejor, tomar y olvidar. Sí. Olvidar hasta la llave de casa. Después de todo, acá está calentito, no entra la lluvia, mejor que dormir tirado en la calle.

  12. ETÍLICO EQUINOCCIO
    A las diez, cierran los bares; y yo, como siempre, a cambio de que me sirvan la última copa: hago equilibrios en barra, como un etílico acróbata, entregando así mi vida. Cuando me desmeleno, al regresar a casa, nunca llevo suelto. Arrestado por la noche -en un equinoccio que consume los días-, retomo las cabinas por el camino; y, afanando una llamada que nunca llegará, lanzo una moneda -de dos caras- al aire, en la que siempre sale cruz: porque, después de introducirla -en la ranura para monedas-, tiro de la palanca con la esperanza de que salga triple bar.

  13. Error de cálculo

    Todo ha salido mal. Estrepitosamente mal. Un fracaso total, vaya. Eso es lo que ha sido. Y no entiendo qué ha fallado porque en teoría mi plan era perfecto. En teoría, claro, siempre en teoría, en la práctica a la vista está que no lo ha sido… En fin, que lo había preparado con mimo y repasado todo cientos de veces. Meses y meses de trabajo sin dejar un solo detalle al azar, cabina incluida. Que esa es otra. Medio mundo he tenido que recorrer para encontrar al fin la dichosa cabina de teléfonos… El traje, el peinado – litros de gomina y caracolillo en la frente incluido – la coreografía… Todo perfectamente ensayado, ya digo. Tres vueltas a la izquierda, tres a la derecha, espiral, torbellino, puño en alto y… ¡voilà!. Tejado por los aires y a volar. Parecía tan fácil… y, sin embargo, lo único que he conseguido ha sido estamparme de morros contra los cristales y un moratón en el ojo digno del mejor combate de boxeo. Suerte que nadie ha presenciado tan inmenso ridículo. Eso creo, al menos y es mi único consuelo, aunque cuando se me pase el susto y el mareo tal vez lo vuelva a intentar. Tampoco Clark Kent acertaría a la primera. Vamos, digo yo…

  14. ARRUGAS EN LA ESPERA

    Su cabeza no paraba de comunicar. Pitidos que ensordecían su respiración entrecortada, igual que el parpadeo continuo de sus pupilas. Ahora lo adolezco, ahora ya no, ahora lo siento, ahora quizá sea tarde para llamar.
    Enloquecido por la duda se acurrucó en la esquina de la cabina, esa con cristales estriados de mensajes sin enviar, con dibujos obscenos encubriendo corazones que ya no tenían latido.

    Esperó una hora, dos, media vida…Palpó su ropa, su rostro, la demora de un tono, una señal de llamada…Nada, todo permanecía arrugado y en silencio, como ese teléfono enmudecido que era incapaz de marcar el número de la esperanza.

  15. LA LLAMADA

    «Una llamada. Una sola.
    Lo había sabido por su prima. El viejo había partido, y esta vez para siempre. Cuando acabó la última botella que le quedaba y comenzaron a escocerle los ojos por el humo, salió del apartamento. Recorrió sin rumbo alguno las calles mojadas del casco antiguo de la ciudad hasta que se hizo de noche. Entonces la vio, como si le saliese al encuentro, plantada en la mitad de la calle. Una cabina telefónica. El anonimato. Se metió dentro y marcó el sempiterno número, grabado en su memoria desde que tenía cuatro años. Necesitaba oír su voz. Solamente quería oír su voz. La de ella.
    -¿Sí?
    – (…)
    -¿Sí, dígame? ¿Quién llama?
    -(…)

    Colgó el auricular y se arrodilló en la cabina, encogido sobre sí mismo, mientras musitaba para sí mismo la palabra que no había sido capaz de pronunciar.»

    MVF

  16. La cabina

    Llevaba un tiempo recorriendo las calles, sin fijarse por donde iba, ni con quién tropezaba. Al andar por el casco viejo de la ciudad copada por los turistas, lo fácil era ir tropezando. Esquivaba como podía los grupos que seguían fielmente a la guía y se pasaban el rato fotografiándolo todo, has las tapas del alcantarillado, fechadas por la fundición en el siglo XIX.
    Empezó a lloviznar, primero unas gotas sueltas de aviso y luego el chaparrón que produjo una gran desbandada, desalojando calles, plazas y ramblas.
    Nadie iba preparado para ello, a pesar de estar avisados por el hombre del tiempo, no se coge el paraguas cuando se está de vacaciones en una ciudad de clima cálido.
    Pero el agua molesta igual o más, así que los soportales y bares de la zona se llenaron de gente variopinta buscando cobijo.
    Nuestro hombre se metió en una cabina, esos cuartitos pequeños de cristal y aluminio, con un teléfono dentro, que usaban nuestros antepasados para hablar entre ellos cuando estaban fuera de sus casas.
    Aprovechó para hacer una llamada, a ella a quién sino, cuando salió de casa no cogió ni llaves ni móvil ni documentación, no pensaba volver y tampoco ir a ningún sitio, bueno sí, a la estación central, quizás.
    Para sorpresa suya, el teléfono todavía funcionaba, pero sólo podía hacer llamadas nacionales a líneas de telefonía fijas y servicios de emergencia, marco el número que tenía gravado en su cabeza desde que tenía uso de razón, para él todo lo anterior a conocerla no contaba y todo lo posterior sin ella tampoco.
    Sonaron los cuatro toques de rigor, sin que nadie descolgara el aparato, hasta que se disparó el contestador automático, la voz esa voz que lo era todo para él, resonó en sus oídos como música celestial.
    – ¡Hola! ¡Soy Charo! En este momento no estoy en casa deja tu mensaje.
    Se quedo escuchando, sin decir nada, llorando, mientras oía el paso de la cinta grabadora en su cabeza, pues ahora ya no se oye nada hasta que se corta el tiempo de dejar un mensaje.
    Pensó en decirle que la quería, que no lo había dicho porque suponía que ya lo sabía, pero no quería partir sin asegurarse que lo supiera.
    En esto descolgaron el aparato.
    – ¿Sí? ¿Quién es?
    – ¡Hola, soy yo!
    – ¿Jarvis? ¿Eres tú?
    – ¡Sí!
    – Perdona, te llamaré a este número que salé en pantalla, ahora no puedo estar por ti, me has hecho salir de la ducha, podías haber llamado al móvil.
    – Vale, esperaré.
    Cuando semanas más tarde, los operarios fueron a retirar aquella vieja cabina, que inexplicablemente aun estaba en la calle, se encontraron los restos de un varón de mediana edad, con aspecto un tanto desaseado y llevar muerto algunos días por causas desconocidas.

  17. VUELVE
    Compartían la idea de que el mundo y el corazón no tenían murallas, que las palabras “permiso” y “reproche” no figurarían en su glosario. Sin embargo, un día los ojos de ella le dijeron que la libertad la estaba matando y él desapareció, bajó a zancadas la escalera que daba a la calle, al ancho mundo. Desde entonces a ella, a veces, le parece escuchar sus pasos que la suben otra vez. Pero él nunca lo hace. Espera una llamada, encogido en un habitáculo en el que apenas puede respirar, por si ella le pide que vuelva.

  18. El imprevisto aguacero

    Otra vez me ha vuelto a pasar lo mismo. He olvidado mi paraguas afuera y llueve. He entrado confiado en el buen tiempo que reinaba en la calle y me ha sorprendido el temporal. Por suerte, el agua se escapa por las rendijas abiertas en el suelo de la cabina. Si no, hace tiempo que me habría ahogado.
    Ahora tengo los pies mojados y la humedad sube por mis piernas poco a poco, sin pausa, adormeciendo mis sentidos, doblando las rodillas hasta convertirlas en articulaciones inservibles. Si sigue subiendo, alcanzará los brazos y me será imposible alargarlos para pedir ayuda.
    Pasan las horas y no mejora el tiempo afuera, por lo que puedo adivinar a través de los cristales empañados. Solo veo sombras huyendo de sí mismas, tratando de no quedarse ateridas, con sus músculos bloqueados, como los míos.
    Quizá no sea tan malo permanecer encerrado entre estas cuatro paredes. Tal vez no sea tan importante caminar con alguien de la mano. Puede que, a causa del frío, haya olvidado todos los números de teléfono.

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