Viernes creativo: escribe una historia

Esta semana os traigo esta estupendísima imagen de la fotógrafa y escritora que nos acompaña muchos viernes, Rosa Martínez.

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Rosa Martínez

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22 pensamientos en “Viernes creativo: escribe una historia

  1. ̶ Oh, ¿has visto, Pepi? ¿Quiénes serán esos que nos están mirando?
    ̶ No lo sé, para mí que no pueden ser muy buenos. A los hechos me remito.
    ̶ Roco, tú siempre con el rencor por bandera. Pues a mí no me cae mal el morenito, parece simpático.
    ̶ Mimí, perdona que te lo diga, pero eres un poco tonta. ¿Cómo te puede caer bien alguno de los que ahora nos miran con cara burlona, sabiendo que han sido ellos los que nos han metido en esta maleta? ¿He de recordarte que, si no fuera por mis gritos, estos energúmenos no la habrían abierto?
    ̶ Es verdad. ¿Y si aprovechamos este momento, en el que están despistados, y nos fugamos?
    ̶ ¡Genial! Sal tú primero y ayúdanos a nosotros. Hemos de ser rápidos, estos niños están muy locos y son verdaderamente peligrosos.

  2. Penuria
    El pobre viejo arrastraba como podía la ajada maleta. ¿Por qué no se compra una con ruedas? Subía la cuesta empedrada saludando, cabizbajo, a quien no le correspondía ni con una simple mirada. Nosotros no lográbamos apartarla de su torpe caminar. Con esfuerzo se sentó en un banco entre dos negros que vendían sus brillantes baratijas y abrió la maleta mostrando, al frente, una sonrisa en su cara y una lágrima en sus ojos.

  3. Perdón, me he comido una palabra.

    Penuria
    El pobre viejo arrastraba como podía la ajada maleta. ¿Por qué no se compra una con ruedas? Subía la cuesta empedrada saludando, cabizbajo, a quien no le correspondía ni con una simple mirada. Nosotros no lográbamos apartarla de su torpe caminar. Con esfuerzo se sentó en un banco entre dos negros que vendían sus brillantes baratijas y abrió la maleta mostrando, al frente, una sonrisa en su cara y escondiendo una lágrima en sus ojos.

  4. La extraña maleta o la curiosidad de Petra, la hostelera

    En los muchos años que llevaba atendiendo huéspedes en su pensión, doña Petra, no se había topado nunca con uno que le suscitase tanta desconfianza; y mira que había gente rara, señor, como aquel don Juan de poca monta que se pasaba el día recitando coplas y gritando piropos por la terraza a las muchachas que pasaban por la calle; o aquel otro, que se hacía llamar Nicolasón, como el del cuento, y se empeñaba en cenar sardinas en conserva todas las noches porque decía que tenían mucho hierro; y las mujeres también se las traían, también, que aún se acordaba de la tal Loli, que llegaba siempre borracha y llamaba a las puertas de los durmientes para escándalo de todos; pero como este… ninguno oye, pero que ninguno. Porque este señor que acababa de llegar la semana pasada, este señor que decía llamarse cada día de una manera y, cuando le preguntaba al respecto, juntaba todos los nombres: «Juan Jose Fernando Lucas Santa María, para servirla, doña Petra» se llevaba la palma de las rarezas. Por si fuera poco, les daba la noche a los demás. Debía tener grandes averías, porque se la pasaba hablando consigo mismo y respondiéndose con distintos tonos de voces: «¡No me mandes callar, Abelardo!» gritaba con voz aflautada, como si fuese una señorita, para responderse en el acto: «¡No me toques las narices, niñata!». Que no. Que su condición de hostelera no la dotaba de santa paciencia ni sus huéspedes se merecían tal falta de respeto. Ese mismo día, en cuánto se fuese, sacaba sus cosas y, al llegar, le ponía de patitas en la calle. Al entrar en su cuarto, le llamó la atención una extraña maleta. Pesaba poco y su contenido, al moverla, sonaba como un montón de huesos. “No sé si llamar a la policía” se decía la Petra, sin muchas ganas. La posó en la mesa de la terraza y, después de darle dos vueltas al asunto, presa de la curiosidad, la abrió en un arranque sin precaución alguna. Lo que vio dentro le aclaró de golpe todas las dudas en cuanto a la condición de su huésped: no era más que un simple titiritero.

  5. La maleta

    Pocas fueron las pertenecías que encontré en la habitación donde vivió y falleció mi abuelo. Siempre fue un hombre de poco acumular. Su única hermana vivía con él y se ocupaba de que no le faltara de nada. Dos veces al año volvíamos al pueblo donde mi padre se reencontraba con sus orígenes y convivíamos unos días con ellos. Su tía rellenaba todos los silencios que entre ambos había; dicharachera y sonriente me daba caramelos a escondidas.

    Pocos recuerdos conservo de aquel hombre taciturno, envuelto de gris. De mirada amable y semblante de tristeza. A veces, le sorprendía mirándome a escondidas desde el quicio de la puerta. Yo deseaba salir a su encuentro y abrazarle muy fuerte, pero entre nosotros siempre hubo una distancia que nunca entendí.

    Mi padre cerró la casa cuando ya no hubo nadie en ella. No quiso volver, ni que habláramos del tema. Jamás respondía a mis preguntas, con el tiempo dejé de preguntar.

    Hoy, soy yo quien abre la puerta. Entre las pertenencias de mi padre encontré la llave de la casa del abuelo.

    Cuando abro un olor a cerrado me envuelve. Todo conserva su lugar, intacto como en mi memoria, aunque ahora en ella residen ratones, arañas y demás animalitos que han hecho de la vivienda su hogar. También hay plantas que trepan por las paredes.

    Abro el armario de mi abuelo y dentro tan solo hay una vieja maleta. Del asa cuelga una etiqueta. «Para mi querida Ana, la luz de mis días, la cura de mi pena» Me tiemblan las manos mientras abro los cierres. Dentro hay tres muñecos antiguos, varios vestidos y la foto de un hombre con un niño y una niña. Por detrás de la foto hay un texto: «Nunca te fuiste del todo, conseguí que tu alma perviviera. Él no lo entendió, le daba miedo. Ahora debo marchar, no te dejo sola. No estés triste mi vida, con el tiempo alguien te vendrá a buscar»
    Cuando miro el interior de la maleta, la muñeca abre los ojos.
    ––Hola, ¿eres Ana? ¡Te estaba esperando! Has tardado tanto que pensé que ya no me vendrías a buscar. Y padre, ¿se marchó? Me dijo que vendrías al irse––del susto me caigo hacia atrás. Los tres muñecos se mueven, pero tan solo ella habla––Tranquila, no tengas miedo. Me llamo Rocío, tengo siete años y soy una niña muy buena. ¡Pero no te vayas! ¡Vuelve!

    Salgo corriendo sin mirar atrás.

  6. EL GRAN MARCELO

    -Por fin, Mable, esta situación no podía continuar así por más tiempo, fíjate a mí, la gran muñeca Fabiola, cuando se equivocaba y me ponía a recitar poemas con esa voz chirriante y apestosa a alcohol del impresentable de Rusty, que arcadas me entraban.
    -¡Eh! ¡Eh! Fabiolita, sin faltar, que de más me tengo que quejar yo, acuérdate del día que se equivocó de orificio y me metió la mano por donde no debía, no veas que dolor, no me pude sentar durante dos semanas.
    -Vale chicos, tranquilos, que todos hemos pasado lo nuestro, yo el magnífico e inigualable Oso Mable, me estuve las tres últimas funciones encerrado en esta maleta, ya que se olvidaba de mí, no veas que calor y que ahogo, sin poder mostrar mi arte. Por lo menos ya no tendremos que aguantar esas risas burlonas del público en las últimas actuaciones, y como él además se reía también, pues esto parecía una patochada, en lugar del espectáculo del excelso y genial “Ventrílocuo Marcelo”. Pero bueno desde que se inventó esa voz sin muñeco, que solo decía barbaridades, más bajo no podíamos caer, sobre todo cuando el último día empezó a decir encima del escenario –“os voy a matar a todos”- y sacó aquella pistola. Ahora disfrutaremos de esta nueva vida, ya que desde que hemos llegado a esta residencia, y le pusieron esa camisa blanca sin mangas, por lo menos ya no nos meterá mano y no nos manipulará a su antojo, aunque eso sí, nos vamos a quedar mudos para siempre.

  7. Desde los ojos de un niño

    Nos gusta que nos espere y que meriende con nosotras, aunque nos cambie el nombre, confunda el teléfono con el mando de la tele o a la señora que trabaja en casa le llame mamá. Y para que nuestros padres no la echen de casa, esta noche esperaremos a que se quede dormida, cogeremos su maleta con sus recuerdos y la esconderemos en un lugar secreto —sin ella no podrá marcharse—. No queremos que nos pase lo que a nuestra amiga Rosana, que desde que sus papas se llevaron a la suya a un sitio que está lleno de viejos, está triste y llora. Ahora viene a casa todas las tardes, no quiere salir a jugar fuera y merendar con nosotros y con la abuela.

  8. De regreso

    Hemos dejado atrás parcelas vacías y desiertos deshabitados dónde solo encontramos espacios huecos y corazones ausentes. Al abrir la maleta voy echar a lavar las prendas sucias de la indiferencia que nos hirió. Quiero guardar la delicada ropa interior entre jabones de limón y lavanda, para que su aroma impregne las sedas que traigo con su olor a rancio. Tiraré los zapatos gastados que no me llevaron a ninguna parte, porque a partir de ahora, prefiero seguir con los pies descalzos pero por renovados caminos. A vosotros, por fin os voy a dejar descansar en vuestra repisa preferida. Después tiraré la maleta. En mi nuevo recorrido por la libertad no necesito equipaje.

  9. EL REGRESO
    ‒ Uf, que agustito se está aquí. Ya tenía ganas de respirar tranquila.
    ‒ Yo también. Ha sido mucho tiempo de tener que andar escondiéndonos de ese lunático que nos perseguía por todas partes.
    ‒ ¿Tú crees que nos volverá a encontrar?
    ‒ Por nuestro bien espero que no.
    ‒ Yo por si acaso voy a estar vigilando la puerta. Como entre me tiendo en la maleta y la cierro.
    ‒ Eso, como los avestruces, a esconder la cabeza. ¿Y te crees que así te liberarás de ese monstruo?
    ‒ Tú haces más, no te digo.
    ‒ Yo he preparado una estrategia. He puesto en el suelo grasa y he encendido la chimenea. Así si llega a entrar, se escurrirá e irá derechito al fuego. Al fin podremos deshacernos de él.
    Por detrás se escucha una voz gutural “¿ESTÁS SEGURO? JAJAJAJA”

  10. El viaje hacia el olvido
    Como un torbellino salió Lucrecia del viejo caserón, arrastrando una vetusta maleta que casi era más grande que ella, tiraba con fuerza con las dos manos de la desgastada asa de cuero.
    ¡Abuelita!, ¡abuelita! –Gritó Lucrecia con voz melosa –. Mira lo que he encontrado, ¿es tuya?
    María, su abuela, la miró con ojos de mar, hizo un mohín queriendo esbozar una fallida sonrisa.
    Lucrecia se acercó hasta la mecedora donde María tomaba plácidamente el tibio sol matinal, junto al porche en el jardín teñido ya del dorado otoñal. La cogió de su cansada mano y le dijo:
    -¿Me ayudas a abrirla?
    María hacía unos meses que había emprendido un viaje sin retorno hacia el olvido, apenas recordaba el nombre de su nieta, apenas recordaba el nombre de los anónimos objetos.
    Cogidas de la mano se acercaron hasta la maleta, María andaba pausadamente con la ayuda de su inseparable bastón.
    Al mismo tiempo que se escuchó el sordo eco metálico del clic al abrir los resortes de la maleta, hizo clic la memoria de María, Lucrecia sintió sobre la fina piel de infancia de su manita la caricia de una lágrima de rocío.
    -¿Estas llorando abuelita? –le preguntó Lucrecia con voz aterciopelada.
    Apenas acertaba María a poner nombre a sus muñecos de niñez, pero el recuerdo de sus juguetes se dibujaron quizás por última vez en su mente ligera de equipaje, derramando de nuevo una lágrima de alegría.
    j. mariano seral

  11. Médico residente

    – ¿Y si le aprietas la barriga no dice los colores o los números en inglés? – preguntó Nacho muy serio.
    Adela rió ante la extrañeza con que el niño miraba los muñecos que había bajado desde del estante más alto del armario.
    – Pues no, ni en inglés ni en chino
    Nacho la miró contrariado.
    – ¿Y para qué servían entonces?
    – Pues para jugar, cariño. Tu madre se pasaba horas sirviéndoles té en pocillos de plástico o llenándoles las cabezas de cuentas y palabras mientras hacía de profesora.
    Nacho los tocaba casi con reverencia. Eran tan serios, tan duros y olían a lavanda diluida en el tiempo. La muñeca de pelo negro era mucho más grande que el oso de pantalón pirata y que el muñeco de cara extraviada.
    – ¿Y por qué no se les doblan los brazos?
    – Tal vez no necesitan doblarlos. O los doblan solo en la imaginación de los niños que juegan con ellos
    Nacho no parecía muy convencido.
    – ¿Podemos sacarlos de la maleta?
    – Claro, cariño
    Aquella tarde Nacho se olvidó de mirar en la tele su serie favorita y no quiso hablar con su madre cuando llamó para saber qué tal se estaba portando.
    – Dile que no puedo – le dijo a su abuela – tengo al oso con dolor de tripa y a los niños con fiebre. Creo que tendré que darles más medicina…
    Adela lo observó ir y venir alrededor de la cama mientras tomaba fiebres con un cepillo de dientes, auscultaba corazones con los cascos del móvil y escribía palabras ininteligibles en el block de notas que le había pedido.
    – El doctor Ignacio está muy ocupado, y sí, se está portando muy bien
    Nacho sonrió a su abuela y le pidió que sostuviera la mano de la muñeca mientras le aplicaba una ´vacuna en el brazo con la jeringa de su dedo índice.
    Cuando la muñeca comenzó a llorar y a removerse sobre la camilla, la tranquilizó con tono profesional, diciendo que ya faltaba poco.
    – Gracias, enfermera – pronunció muy serio – Es un caso grave y aunque no le guste, había que darle esa vacuna.
    – De nada, doctor. ¿Ha visto usted cómo ha doblado los brazos cuando la ha pinchado?
    – Perfectamente, enfermera. Lo he visto perfectamente

    http://laletradepie.com/medico-residente/

  12. ALIADOS DE PORCELANA Y TRAPO
    Lucía había alcanzado la mayoría de edad, y como en el pueblo no había futuro ni esperanza para él, madre decidió enviarla a la ciudad para así poder labrárselo. En la maleta, junto a la ropa y las joyas que su abuela le había entregado inter vivos, como sabía de los peligros de la gran ciudad y le sería de gran ayuda, guardaba el tesoro oculto: la muñeca Mueca, el oso Rasposo y Séneco el muñeco; su padrastro, de primera mano, había podido comprobar de lo que eran capaces.

  13. VACÍA TU DESVÁN

    —¡Oh là là! —exclama la muñeca—. Mira, osito, ves el muñeco vestido de bombero en el puesto de enfrente, no me quita ojo. Creo que le gusto.
    —No sueñes, princesa —contesta el osito—. A mí me parece que está colado por nuestro pipiolo.
    —¡Qué va! —salta él—. No os dais cuenta que tiene envidia de nuestra maleta de cuero. Mirad donde lo han colocado, en un vulgar cesto de mimbre y además roto.
    —¡Chsss! —murmura la muñeca—. Se acerca Don Anselmo, el anticuario; a ver si tenemos suerte y nos lleva a su maravillosa tienda de juguetes. ¡Oh, no!, se ha llevado al bombero, con cesta incluida.
    —¡Qué poco gusto! —claman los tres!

  14. VENGANZA

    Se piensan que soy tonta. Hablan entre ellos en clave, alarmados y enfadados. Soy pequeña, pero no me chupo el dedo, sino la cosita del novio de mamá. Dejó de gustarme: no lo de chupar, sino que empezara a sentirse culpable y a evitarme, para centrarse en ella. Era la manera más sencilla de castigarle: unos dibujos, unos muñecos con los que les mostraba cómo jugábamos, y asunto solucionado. Funciona. Comentan con tristeza algo sobre una mochila con exceso de equipaje de por vida. Tengo suerte. No han advertido el doble fondo.

  15. Ultima función

    Cuando los muñecos hablan, ríen, ordenan; Olga calla, llora, acata sin rechistar. Ayer, actuaron en una sala pequeña del centro de la ciudad. Olga salió al escenario con una maleta de cartón. La abrió y emergieron los tres. En apariencia juguetes inocentes al servicio de una ventrílocua. Katty se presentó como una muñeca coqueta, Toby como un osito tierno y Hugo como un aprendiz de payaso. A su manera arrancaron sonrisas, suspiros, aplausos. Mientras Olga permanecía en un segundo plano, tratando de no molestar hasta que se equivocó en su réplica y el público se percató de que no había truco. Después de la sorpresa, hubo abucheos despiadados y alguna botella de plástico voló hacia el escenario. Entonces, los muñecos mostraron su verdadera cara. Empezaron a gritarle, a llamarle boba, a amenazarle con recluirla en un psiquiátrico. Olga, entre lágrimas, agarró un cuchillo y hubo sangre, mucha sangre. Al tramoyista no le dio tiempo a bajar el telón.

  16. LINAJE

    No dejaba títere con cabeza cuando salía a la calle en busca de una nueva conquista. Le daba igual que fueran de carne y hueso o de trapo; lo único que tenía en cuenta era la mirada que le brindaban cuando se fijaban en su cuerpo de Adonis. La mirada de las muñecas era una mueca eterna que sólo parpadeaba con el movimiento indeciso de unos hilos; la de las señoritas se materializaba en una expresión incrédula al observar la exultante hermosura de su vigoroso cuerpo.

    Una vez conseguido el efecto esperado se desnudaba de todo atrezzo y lo guardaba de manera meticulosa en el fondo del baúl, ese que, de generación en generación, iba pasando a los machos beta de la familia Eunucodonosor.

  17. NOCHE DE VERBENA

    Luci trabaja solo en verano; el resto del tiempo descansa en el desván, encerrada en un espacio angosto y oscuro que después de muchos inviernos ya no le da miedo. Vive con Paco, más veterano que ella y con Oso, el peluche que la acompañaba cuando se entregó al feriante.

    En agosto se abre la maleta con mayor frecuencia, cada vez en un pueblo diferente. Las luces
    de los escenarios iluminan su expresión de sorpresa, que no de nostalgia. La que siente todos los días al recordarse como era antes de que ese monstruo la transformara en muñeca de porcelana. Aquella niña que se esfumó una noche de verbena, tantos años atrás, en cuanto puso su manita dentro de la de un mercachifle sin escrúpulos.

  18. Al otro lado de la maleta

    Heidi, Yogui y Chawky no saben que son juguetes. Solo que una mujer muy grande, a la que llaman Martita, pasa mucho tiempo jugando con ellos. Desconocen que a ese tipo de humanos pequeños se les llama niños y que, con el tiempo, se convierten en adultos. Como tampoco tienen muy clara la noción del tiempo, no son conscientes del que han estado a oscuras, en el interior de la maleta. De repente, hace un rato, la puerta se ha abierto y la luz les ha deslumbrado. Tras recuperarse del susto, han visto cosas sorprendentes a su alrededor. De ahí sus caras de asombro. Han escuchado decir, por ejemplo, que eran muñecos, que debían pertenecer a alguien y que su amo los estaría buscando. Todo demasiado confuso. De vez en cuando se acercan chicas parecidas a Martita, que hacen ademán de cogerlos, pero retiran sus manos antes. También merodean seres peludos, que los huelen de arriba abajo y les enseñan los colmillos. No tienen miedo, no recelan de ellos, porque todavía ignoran muchas cosas. Entre ellas, que los niños crecen, que olvidan y que, al otro lado de la maleta, la vida muerde si te quedas demasiado tiempo mirando.

  19. TÚ PUEDES

    Al dueño de esta maleta, hace muchos años, le pidieron en la aduana que la abriera y esto es lo que salió. Fue bochornoso. Por aquel entonces, el dueño de esa maleta no estaba en condiciones de decir aquello tan abstracto de “Usted no sabe con quien está hablando”. El dueño de esa maleta, a día de hoy, lleva una especie de medusa peluda en la cabeza y planos a escala para construir muros. En la aduana ya no le piden que abra la maleta, porque ahora sí que saben con quien están hablando: con el mismísimo presidente de los Estados Unidos. Eso anima, la verdad, porque para ser presidente de los Estados Unidos solo hace falta haber vivido allí unos cuantos años y hablar correctamente inglés. Y si el tipo de la maleta y la medusa ha conseguido hablarlo con relativa fluidez, no puede ser tan difícil: seguro que tú puedes.

  20. EL TESORO MÁS GRANDE
    El soldado se fijó en una chiquilla que arrastraba una enorme maleta.
    –¿Qué llevas ahí, niña? –le preguntó.
    –Mi tesoro más grande, señor oficial.
    Por un momento pasó por la cabeza del soldado la idea de joyas y oro. Los judíos eran tan arteros que eran capaces de dejarlos al cuidado de una niña. Dios sabe que cuando llegara al campo, le quitarían la maleta a la chiquilla. Sacó la pistola de la cartuchera y disparó sin apuntar siquiera. La niña murió sin darse cuenta. Una mujer salió de la fila gritando. Decenas de rostros se volvieron hacia el asesino.
    –¡SIGAN AVANZANDO! –gritó el soldado.
    La mujer, que estaba abrazada a la niña, no hizo caso de la orden. El soldado estuvo a punto de dispararle, pero se fijó en la maleta. Volvió a meter la pistola en la cartuchera. Se arrodilló y la abrió. Estaba llena de muñecas.

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